Después de la tragedia

                           Después de la tragedia

Tras la explosión de la Central Atómica de Ezeiza, el Partido de Esteban Echeverría, y los  colindantes, quedaron convertidos en una inmensa depresión oscura donde yacían, convertidos en ceniza y pedregullo, los despojos mortales de mi­llones de seres humanos, animales, vegetales y toda suerte de materiales.
 Luego, las grandes llu­vias fueron llenando de agua la inmensa depre­sión, formando un lago negro y pestilente. El perí­metro de ésta, se cercó con postes y alambres de púa, viéndose a cada diez metros un cartel rojo en la que había pintadas una calavera blanca y la le­yenda  ¡PELIGRO! ¡RADIOACTIVIDAD!
Costaba trabajo creer que en un espacio de cientos de kilómetros cuadrados, donde otrora hubo millones de seres humanos, millones de plantas y animales, ahora no crecía siquiera una maleza ni había, de acuerdo a los análisis oficia­les, ni  siquiera un miserable microbio. Toda la de­presión se había convertido en una zona estéril, inhóspita y tabú, donde reinaba la soledad y el si­lencio más absolutos. A los aviones les estaba prohibido sobrevolar en los aires de esa zona. Por otra parte, el sólo hecho de que las aves no lo hacían, era más que elocuente.
A varios kilómetros del perímetro del lu­gar de la tragedia, los vecinos fueron evacuando sus casas para emigrar a la Capital y distintos Partidos del Gran Buenos Aires, por más que las autoridades nacionales dijeran que en sus barrios y pueblos no corrían peligro alguno. Pero la gente no creía en el gobierno, que durante déca­das venía dando muestras de engañar al pueblo con toda hipocresía e impunidad. 
La contaminación de las aguas y la at­mósfera por la radioactividad, empezó a producir sus terribles y mortales efectos. En la Capital y en el conurbano, cada vez eran menos las familias que no tuvieran una víctima mortal por ese motivo. Aterrorizados por El mal de Ezeiza, muchos porte­ños y bonaerenses, en especial los pudientes, emigraban al interior, lo más lejos posible, cuando no al exterior. Como era natural, no era momento para vender casas y departamentos, de modo que las dejaban abandonadas, la mayoría con mobilia­rio  y otros enseres. Al principio, el Ministro del In­terior, Carlos Alfondisi, dispuso una severa vigi­lancia, primero policial y luego militar que recorría la Capital, para evitar los consabidos saqueos, pero fue todo inútil porque al  Estado le era impo­sible poner un guardia a cada casa, de modo que al final, la vigilancia quedó eliminada por completo. Como La Reina del Plata se despobló por lo me­nos en un cincuenta por ciento, las casas y de­partamentos abandonados fueron ocupados por los habitantes de las villas de las periferias.  Mu­chos pobres y gente de la clase media (o por falta de dinero para emigrar a lugares más seguros, o por no perder su trabajo o por otros motivos), se quedaron en la Ciudad, donde la vida seguía su curso aunque con múltiples carencias y sacrificios, con justificada tristeza y pesimismo justificados, y en especial con el permanente temor de contraer alguna de las varias enfermedades derivadas de la radioactividad. 
Como a un año de la explosión, Adrián Porcellino, un joven que vivía en Monte Grande y  que se salvó de la tragedia -no así su mujer y sus hijos- porque estaba en su empleo de la Capital, se encontró  de casualidad en el centro con Clau­dio Marcó, un ex vecino de su ya desaparecido pueblo.  A partir de entonces estrecharon vínculos de amistad y se encontraban caso todas las no­ches en un café del centro. Como era natural, no hablaban de otra cosa que de su ex Monte Grande. Y en una de esas, Adrián comentó:
-Estuve por Ciudadela. Desde la azotea de la casa de un compañero de trabajo, pude ver el inmenso desierto negro que quedó desde allí hasta más allá de Ezeiza. Y estuve pensando que entre los restos de la explosión ha de haber miles y miles de joyas, si es que la alta temperatura de la explosión no las licuó. Si no fuera por esa mal­dita agua negra, yo me animo a  rebuscar, para ver si encuentro algo de eso. 
Pasaron unos años y en los veranos, las aguas apantanadas en la gran depresión, se fue­ron evaporando, y al final de ésta quedó un in­menso desierto negro y áspero, de kilómetros y kilómetros cuadrados, cuya parte más profunda, naturalmente se encontraba en la zona de lo que fuera el Partido de Ezeiza.
Adrián, que había ido nuevamente a Ciu­dadela a echar un vistazo a la depresión negra, le volvió a comentar a su convecino el tema de las joyas.
-Esta es nuestra oportunidad, Claudio. Estoy seguro que la Providencia, en compensación por lo mucho e irrecuperable que hemos perdido, nos dará un poco de suerte para salir de la pobreza. 
-¡Y yo, por el contrario, creo que nos va­mos a contagiar una de esas pestes de la energía nuclear!
-Dejate de macanas, Claudio. Ya pasaron tres años de eso. ¿Te enfermaste vos, me en­fermé yo? ¿No te das cuenta que nosotros dos somos   inmunes a la radioactividad? ¡Yerba mala no muere, che!
Y un domingo, provistos de un bolso y una pala, se fueron para allá. Cruzaron los alam­bres de púa y anduvieron por lo menos un kilóme­tro, donde empezaron a remover toda clase de restos, casi todos carbonizados. Algunos se des­hacían en las manos como terrones de arena. Había restos de vidrios, algunos metales retorci­dos o fundidos y convertidos en objetos informes e irreconocibles. Después de remover como una hora, encontraron dos medallones de oro puro, aunque deformados por el intenso calor. También encontraron un reloj de oro, deformado también.
-¿Qué te parece cholito? ¡Por hoy es más que suficiente, Claudio! -exclamó Adrián. - En la calle Libertad, los quimicointas nos van a dar lo que no ganamos de sueldo en unos cuantos me­ses. Después, tranquilos, volvemos otro día, si querés.
-Sí, claro, vamos a volver sí o sí.
Sin embargo, no volvieron nunca más. A Claudio le salió un sarpullido muy sospechoso en los brazos, y le picaba mucho. Se rascaba deses­peradamente hasta casi arrancarse la piel.
El médico, apenas vio el mal, se puso se­rio y preocupado. Le mandó a hacer unos análi­sis...
Pero no llegó a hacérselos…

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